Con la ley en la mano

La emigración: ¿problema o solución?

Por Ricardo Martínez Barros

Casi dos millones de españoles viven fuera de territorio nacional. Se han ido, ya sea por necesidad, ya por intentar mejorar su posición socio-económico-profesional, o simplemente por aventura y/o placer personal. Y ese éxodo, goteando a lo largo de la historia, posiblemente haya sido una solución para aminorar los problemas que nuestra insegura economía y estado del bienestar exhibían y exhiben. Pero también ha derivado en un problema permanente que no somos capaces de atajar. Y barrunto yo que esa falta de capacidad y voluntad para resolver dicho problema se encastra en la tozudez de no querer elevarse para alcanzar una visión general que acabe con ese ‘parcheo’ de soluciones partidistas y oportunistas.

Ahora es la eliminación del ‘voto rogado’. Mañana será el impago de pensiones. Y pasado los convenios en materia de seguridad social. Y así podríamos enumerar infinidad de iniciativas que no dejan de ser medidas muy plausibles, pero que difuminan el verdadero problema que representa el fenómeno de la emigración.

No sé cuál es el método de razonamiento (el inductivo, el deductivo o el analógico) que debemos emplear para alcanzar una solución más acertada. O quizás debamos ser más pragmáticos estableciendo, en principio, estos postulados:

Primero, que se reconozca la diversidad de motivos que han obligado a emigrar: Porque no puede tener el mismo tratamiento la emigración por necesidad vital, la que el escritor Julio Camba, definía como “la que va a buscar las patatas y el pan”, que le emigración actual de nuestros jóvenes que se desplazan por los distintos continentes con fines de superación profesional, o los que se van acompañando a la creciente fuerza exportadora de nuestras empresas y productos. Segundo, que se valore el potencial económica y personal de esa emigración, para tratar de facilitarles el retorno, con la batería de medidas en las que, lógicamente, deben estar implicados todas las Administraciones y departamentos ministeriales. Tercero, que se analice si las medidas de protección a los emigrantes más débiles (pensemos en los que habitan países que han eliminado determinados derechos sociales). Cuarto, que se revisen en profundidad las estructuras de nuestras embajadas y consulados (¿están los emigrantes satisfechos con la protección de sus derechos que les prestan en las legaciones españolas? No es que critiquemos la abnegada labor que realizan, en la mayoría de los casos, los diplomáticos y personal de representación consular, sino en si esa labor y medios son los adecuados a las necesidades actuales. Y quinto, que se reconozca la especial situación de este colectivo que está, a su vez, supeditado a las medidas y actuaciones que determine el país de acogida. Y a partir de ese reconocimiento, la adopción de medidas especiales de protección, utilizando principios de reciprocidad y demás armas de derecho internacional público y privado, resultará más simple.

No es fácil lo que se propone. Lo sabemos. Pero ¿qué tal si iniciamos nuestro periplo exigiendo que una Comisión de expertos, sin ataduras partidistas, se ocupe de hacer un análisis profundo y sensato de nuestra emigración actual? Claro que, si no asumimos que hay un problema, se me antoja imposible el estar buscando soluciones ¿o no?