RETORNAD@S

“Abrir un negocio en México era fácil; aquí te ponen mil trabas, y eso es un muro para muchos retornados”

La gallega Dossy Domaher publica su primera novela, ‘El legado de la Salamandra’, donde vierte parte de sus experiencias como emigrante retornada

La escritora gallega residió durante 20 años en México en dos etapas diferentes de su vida.
Dossy Domaher posa para esta publicación con un ejemplar de su novela.

Nacida en Avión (Ourense), uno de los municipios gallegos con más tradición migratoria, Dosinda Martínez Hermida, conocida artísticamente como Dossy Domaher (acrónimo de sus apellidos), pasó veinte años de su vida en México –primero en la capital y luego en Hermosillo, en el desierto de Sonora–, a donde emigró con 17 años y donde tuvo a sus cuatro hijos. En 1988 regresó a España –aunque entre 1992 y 1995 volvió a vivir en México, en Sinaloa– y se instaló en Redondela (Pontevedra), de cuya Fiesta de la Coca ha sido pregonera este año. En Sevilla, donde vivió dos años por negocios familiares, se inició en la literatura, publicando el libro de poemas ‘La dama del café’. Ahora acaba de sacar a la luz su primera novela, ‘El legado de la Salamandra’ (Tarcus), un relato romántico en el que ha dejado muchas huellas de su autobiografía, especialmente de su experiencia migratoria, tanto de la estancia en México (aunque en el libro la protagonista emigra a EEUU) como del retorno.

El personaje central de la novela es Sara, una joven gallega que se va a Tucson (EEUU) para trabajar en el restaurante de su tío Max, casado con una norteamericana. Allí conoce a John, un muchacho un tanto alocado con el que se casa y tiene una niña, pero el matrimonio naufraga por las infidelidades de él y Sara regresa a Galicia con su hija. En la tierra donde nació se instala en la pequeña villa de Puerto Viejo y monta un restaurante en la aldea de Cimadevilas, en ‘La Salamandra’, la antigua casa-escuela en la que su madre había sido maestra en su juventud. Entonces vivirá una gran historia de amor con Daniel, un guardabosques, al tiempo que revivirá algunos episodios cruciales de su infancia y descubrirá ciertos secretos familiares que harán tambalear su existencia.

¿Qué tiene Avión que imprime carácter?

Somos duros. Fue una zona muy marginada. No es una tierra fértil. Las cosechas eran más cortas que el año. La gente era muy trabajadora, pero la tierra no era productiva, porque son ‘socalcos’, escalones pequeños en los que no entraba un tractor. Yo creo que ese fue el detonante de que la gente buscara otra vida.

¿Cuándo y cómo marchó a México?

En 1971. Mi padre ya llevaba dos años allí. Íbamos a irnos todos para unirnos a él –mi madre, mi hermano, mi abuela materna y yo–, pero me adelanté unos meses porque conocí al que sería mi marido, nos enamoramos, nos casamos y nos fuimos para allí. Todo en tres meses, que era el tiempo que él tenía permitido estar en España de vacaciones. Era de Avión, como yo, pero había emigrado a México con sus padres de niño y estaba de vacaciones en Galicia. Yo tenía 17 años y él 23. Él había estado primero en Cuba, desde los dos años. En 1954 volvieron a España. En Cuba tenían plantaciones de caña de azúcar, un cine y una tienda de ultramarinos, pero con la Revolución lo perdieron todo. Con nueve años volvió a emigrar a México y tuvieron que empezar de cero. Mi padre había estado primero en Venezuela, donde empezó de vendedor ambulante.

¿A qué parte de México fueron?

Estuvimos cuatro años y medio en Ciudad de México y luego nos trasladamos al norte, al desierto de Sonora, a Hermosillo, en la frontera con EEUU. Allí conocimos a los indios seris, a los que el Gobierno había expulsado de sus fértiles tierras donde eran agricultores y ganaderos, empujándolos hasta el mar, donde la tierra era árida, y se hicieron pescadores.

¿A qué se dedicó?

La emigración no fue para todos igual. La generación de mis padres y mis abuelos (mi abuelo ya estuvo en México también) fue mucho más dura, más esclava. La mía fue una emigración casi de lujo, porque nunca trabajé fuera de casa. Al principio tuvimos mueblerías y luego, cuando se saturó el tema, cambiamos a hoteles.

¿Hasta qué punto le resultó difícil la experiencia migratoria?

Se pierden muchas cosas que sientes que no puedes recuperar. En México me integré muy bien: tuvimos grandes amigos, mis cuatro hijos nacieron allí, fui parte de las asociaciones de padres de alumnos… Pero siempre se extraña mucho Galicia, la gente que se queda aquí, los abuelos. Además, yo fui de los que viajé poco aquí: solo vine dos veces, a los seis y a los once años de haberme ido.

¿Tuvieron contacto en México con la colectividad española?

Sí. En Ciudad de México había un centro gallego con mucho abolengo. Se hacían fiestas importantes: bodas, el 1º de Mayo, Santiago Apóstol… Y en Sonora fuimos los fundadores –y mi marido el primer presidente– del Club Español de Hermosillo, porque la colonia española era numerosa, pero se reunían en casas particulares e iban rotando. Yo fui la profesora de baile gallego. Había tantos españoles que no eran gallegos que al final le pusimos el nombre de Club Español en vez de Centro Gallego.

¿Qué queda de México en usted?

Muchas cosas. Dejamos mucho nuestro y nos traemos también mucho, sobre todo el afecto de gente que fueron verdaderos amigos.

¿Y de las costumbres?

También. Sigo haciendo comida mexicana en mi casa una vez a la semana.

Sus hijos nacieron todos en México.

Sí, tuve cuatro. Cuando volvimos a España, el mayor tenía 16 años y el pequeño un año y medio. Regresamos en 1988. Yo tenía 38.

¿Por qué volvieron?

Fue casi decisión mía. Llevaba once años sin venir aquí, y tenía mucha necesidad de volver a mi tierra. Y también fue una época no muy buena para México, un poco tambaleante en cuanto a la economía. Cerramos tres mueblerías que teníamos. Vendimos todo y nos vinimos para una finquita que había comprado mi padre en Redondela en 1975. Habíamos vivido en Vigo desde que yo tenía nueve años, al principio en la calle Pizarro y luego en Castrelos. Esa finca la veíamos siempre que íbamos a la aldea a visitar a mis abuelos. A mi padre le encantaba, se enamoró de ella. No podía imaginar que llegaría a comprarla. Cuando volvimos a España en 1988, nos instalamos en ella, porque mi padre repartió la herencia en vida. A mi hermano le correspondió la casa de Castrelos y a mí la de Redondela.

Pero luego volvió a México por unos años.

Sí, de 1992 a 1995, para trabajar en el hotel familiar que se montó en Sinaloa después de que volviésemos. Siempre lo administraba alguien de la familia, y cuando nos tocó a nosotros, pensamos en que los hijos cogieran el relevo, pero eran muy jóvenes –tenían 22 y 20 años- y no los quisimos mandar solos. Mi marido quiso ir con ellos para asesorarlos, y nos marchamos de nuevo los seis.

Usted ha vivido también en Sevilla.

Sí, durante dos años, de 2008 a 2010, porque montamos un negocio allí y fue el periodo de trabajo que le tocó a mi marido. En Sevilla fue donde cogió fuerza mi tema poético y literario, aunque siempre tuve inquietud por escribir y tenía mis libretas de poesía. Como disponía de mucho tiempo para mí misma, asistí a un taller literario en la Universidad y a otro en una escuela privada que se llamaba Arte Aula. Y publiqué mi primer libro, un poemario titulado ‘La dama del café’. También participé en un libro colectivo editado por Aula Arte al terminar el taller que hice y en otros muchos publicados por las asociaciones poéticas de Sevilla a las que pertenezco. En Vigo he pertenecido al colectivo poético Brétema.

¿Fue duro el retorno a España?

Los primeros años fueron un poco difíciles, porque otros lo intentaron antes y algunos regresaron de nuevo a México. Hemos sido un colectivo muy marcado por la forma de trabajar en el extranjero, y cuando llegas de vuelta aquí, el sistema es otro. En aquel tiempo abrir un negocio en México era fácil. Aquí no es tan fácil, te ponen mil trabas. Y eso es un muro para mucha gente acostumbrada a aquel sistema de trabajar. Luego nos surgió la oportunidad de volver allá para construir este hotel y fue la salvación. Después también montamos nuevos negocios aquí, quizás por el miedo a que los hijos quisieran regresar allá, para que tuvieran un compromiso de trabajo aquí y se quedaran. Por no volver a partir la familia, porque es horroroso.

Hablemos de su novela, ‘El legado de la Salamandra’. La protagonista emigra a EEUU con 21 años y vuelve con 33, casi como usted, que marchó a México con 17 y regresó con 38. ¿Por qué escogió EEUU y no México como el lugar inicial de la trama?

No quise ubicarla en México para que la gente no identificara tanto a Sara con Dossy. Sí que hay mucho mío en Sara, pero desde el punto de vista de la experiencia vivida, no como personaje en sí. Yo no soy como describo a Sara. Pero eso sí que es la parte casi calcada a lo que viví yo en EEUU. Yo vivía en la frontera y viajaba mucho a EEUU. Íbamos a hacer la compra muchas veces. Ese lugar existe. Era como mi segunda casa. Yo tengo familia allí, en Tucson: una prima casada con un norteamericano.

¿Es Puerto Viejo –la villa gallega donde transcurre la acción principal– un trasunto de algún lugar real?

Puerto Viejo existe. Mucha gente lo identifica, pero yo se lo tengo que dejar al lector. Cimadevilas es una aldea que se podría identificar con cualquiera de nuestras aldeas.

¿Hay personajes inspirados en personas reales?

Aurelio está inspirado por alguien que formó parte de mi familia. Iba a dar una pincelada de ese personaje, y tiró de mí tanto que se convirtió casi en el protagonista. Y la condesa está reflejada en una señora muy especial para mí que conocí en Sevilla, en Dos Hermanas; una maestra de escuela que no tuvo hijos y que para mí fue casi mi abuela. No sé por qué conectamos tan bien, pero ella y su marido me abrieron las puertas de su casa. Yo iba a Sevilla a lo mejor quince días, porque tengo muy buenas amigas allí, y ella me dejaba las llaves de su casa. Terminó con demencia senil y acabó por no conocerme.

Andariega

He tenido la suerte de nacer en una tierra extraordinaria: mi amada Galicia. Durante años he vivido en diferentes lugares, y todos ellos me han aportado muchísimo. Han enriquecido mi alma con sus costumbres, su historia, su gastronomía, sus paisajes y, de manera muy especial, con el amor de sus gentes.

A México no puedo negarle mi amor. Allí pasé veinte años de mi vida, los más alegres, enérgicos, soñadores y aventureros años de mi juventud. Fui inmensamente feliz y me sentí apreciada y querida por todos aquellos que tuve la fortuna de tener como amigos y, aún hoy, pese a la distancia y al tiempo transcurrido, siguen teniendo un lugar especial en mi corazón. Pero lo más importante, sin duda, es que allí nacieron mis hijos y eso, por sí solo, ya es un lazo de amor inquebrantable.

A Andalucía me unen otros andares, pues mi paso por el sur me marcó para siempre. Es una tierra de gente extraordinaria, de esas que te arropan el alma, al grado de hacerte sentir como en familia. Me sería imposible no corresponder a ese amor, pues aquellos que me han abierto su corazón saben que permanecerán en el mío por siempre.

Nos decía Oscar Wilde que “podemos pasar años sin vivir en absoluto y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante”.

Algo así me sucedió a mí. Andalucía es esa parte serena de mi vida, la que me llenó de besos el corazón. Allí retomé mis poemas, mis sueños dormidos, esos viejos proyectos de aprendiz de escritora que se me habían quedado aletargados demasiado tiempo en algún rincón del alma. A mi añorada Andalucía regreso cada vez que puedo para embriagarme de su aroma y su luz, esa mágica luz que lo inunda todo.

Pero esta tierra gallega tiene un hechizo que marca a quienes nacimos en ella. No importa cuan lejos nos marchemos, ni cuantas veces nos enamoremos de otros lugares y otras gentes…

Necesitamos regresar una y otra vez, como si hubiéramos nacido con un imán en el alma que nos atrae hacia ella irremediablemente. Necesitamos sentirla bajo nuestros pies para llenarnos de su aroma y sabor, para sentir la vida y el amor que emanan de sus entrañas; ese amor con el que aguarda y acoge incansablemente a sus hijos, al igual que una madre.

Algunos, los más afortunados, hemos tenido la suerte de quedarnos y si algo he comprobado con los años, es que cuando has emigrado y amado otros lugares y otras gentes, cuando has aprendido a valorar y has sopesado la vida, entiendes de verdad el gran amor por la tierra que te vio nacer: el amor por tus raíces.

“Así é esta nosa terra, así son a morriña e a saudade. Así é Galicia, terra meiga e feiticeira”.

Dossy Domaher (junio de 2016)

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